A FINALES DE LOS AÑOS OCHENTA y principios de los noventa me pasé un montón de tiempo programando para Macintosh, y al final decidí pagar varios cientos de dólares por un producto de Apple llamado el Macintosh Programmer's Workshop, o MPW. MPW tenía competidores, pero era incuestionablemente el mejor sistema de desarrollo de software para el Mac. Los propios ingenieros de Apple solían escribir código Macintosh con él. Puesto que MacOS era con mucho el sistema operativo más desarrollado tecnológicamente en aquel momento, y puesto que Linux ni siquiera existía todavía, y puesto que este era el programa que usaba de hecho el equipo de ingenieros creativos de elite de Apple, tenía grandes expectativas. Venía en una pila de disquetes de un pie de alto, así que tuve tiempo para que mi emoción creciera durante el interminable proceso de instalación. La primera vez que inicié MPW, probablemente me esperaba algún tipo de quisquilloso muestrario multimedia. Por el contrario, era austero, casi hasta el punto de resultar intimidatorio. Era una ventana desplazable en la que se podía escribir texto simple, sin formato. El sistema interpretaba entonces esas líneas de texto como comandos, y trataba de ejecutarlos.
Era, en otras palabras, un teletipo de vidrio ejecutando una interfaz de línea de comandos. Venía con todo tipo de comandos crípticos pero potentes, que podían invocarse tecleando sus nombres, y que sólo gradualmente aprendí a usar. Sólo algunos años después, cuando empecé a enredar con Unix, comprendí que la interfaz de línea de comandos encarnada en MPW era una recreación de Unix.
En otras palabras, lo primero que habían hecho los hackers de Apple cuando consiguieron que MacOS fuese funcional --posiblemente antes de que lo fuera-- había sido recrear la interfaz de Unix, para poder hacer algún trabajo útil. En aquel momento, mi mente no daba para entender esto pero, en lo que concernía a los hackers de Apple, la muy pregonada Interfaz Gráfica de Usuario del Mac era un impedimento, algo a evitar incluso antes de que el aparatito saliera siquiera al mercado.
Incluso antes de que mi PowerBook fallara y destruyera mi gran archivo en julio de 1995, había habido señales de peligro. Un viejo amigo mío, que crea y lleva compañías de alta tecnología en Boston, había desarrollado un producto comercial usando el Macintosh. Básicamente el Mac funcionaba como terminal gráfico de alto rendimiento, escogido por su bonita interfaz de usuario, que daba al usuario acceso a una gran base de datos de información gráfica almacenada en una red de ordenadores mucho más potentes, pero de uso menos orientado al usuario. Este tipo era la segunda persona que llamó mi atención sobre el Macintosh, por cierto, y a mediados de los ochenta compartíamos la emoción de ser expertos en alta tecnología y de usar la tecnología Apple en un mundo de tontainas usuarios de DOS. Las primeras versiones del sistema de mi amigo funcionaron bien pero, cuando se unieron varias máquinas a la red, empezaron a producirse misteriosos fallos; a veces todo el sistema sencillamente se detenía. Era uno de esos fallos que no podían reproducirse fácilmente. Finalmente se dieron cuenta de que estos errores del sistema se producían cada vez que un usuario, buscando algo en los menús, mantenía el botón del ratón pulsado durante más de dos segundos.
Básicamente, el MacOS sólo podía hacer una cosa por vez. Desplegar un menú en la pantalla es una cosa. Así que cuando de desplegaba un menú, el Macintosh no era capaz de hacer nada más hasta que el usuario indeciso soltaba el botón.
Esto no es algo tan terrible en una máquina de un solo usuario y un solo proceso (aunque es una cosa bastante mala), pero es un desastre en una máquina que forma parte de una red, porque formar parte de una red conlleva algún tipo de interacción continua de bajo nivel con otras máquinas. Al no responder a la red, el Mac provocó un fallo en todo el sistema de red.
Para trabajar con otros ordenadores, y con diferentes tipos de hardware, un sistema operativo ha de ser incomparablemente más potente que MS-DOS y que el MacOS original. El único modo de conectarse con Internet que merece la pena tomarse en serio es PPP, el Protocolo Punto-a-Punto, que (no importan los detalles) convierte a su ordenador --temporalmente-- en un miembro de pleno derecho de la Internet Global, con su propia dirección única, y diversos privilegios, poderes y responsabilidades. Técnicamente, significa que su máquina ejecuta el protocolo TCP/IP, que, brevemente, se basa en el envío de paquetes de datos, en ningún orden en particular, y en momentos impredecibles, siguiendo un inteligente y elegante conjunto de reglas. Pero enviar un paquete de datos es una cosa, así que un sistema operativo que sólo pueda hacer una cosa por vez no puede formar parte de Internet y hacer otra cosa simultáneamente. Cuando se inventó TCP/IP, ejecutarlo era un honor reservado a los Ordenadores Serios --mainframes y miniordenadores de alta potencia usados en contextos técnicos y comerciales--, así que el protocolo está diseñado con el presupuesto de que cada ordenador que lo usa es una máquina seria, capaz de hacer muchas cosas a la vez. Hablando pronto y mal, una máquina Unix. Ni MacOS ni MS-DOS se construyeron originalmente pensando en eso, así que cuando Internet se puso caliente, hubo que llevar a cabo cambios radicales.
Cuando mi PowerBook me partió el corazón y cuando Word dejó de reconocer mis antiguos archivos, me pasé a Unix. La alternativa obvia a MacOS habría sido Windows. En realidad yo no tenía nada contra Microsoft, ni contra Windows. Pero ya resultaba bastante obvio que los antiguos sistemas operativos de PC estaban funcionando más allá de sus posibilidades y lo mostraban, así que tal vez era mejor evitarlos hasta que hubieran aprendido a caminar y mascar chicle al mismo tiempo.
El cambio tuvo lugar un día particular en el verano de 1995. Llevaba un par de semanas en San Francisco, usando mi PowerBook para trabajar en un documento. El documento era demasiado grande para caber en un solo disquete, así que no había realizado ninguna copia desde que salí de casa. El PowerBook se colgó y borró todo el archivo.
Sucedió justo cuando salía a visitar una compañía llamada Electric Communities, que en aquella época estaba en Los Altos. Me llevé mi PowerBook conmigo. Mis amigos en Electric Communities eran usuarios de Mac que tenían todo tipo de software para recuperar archivos y datos perdidos por fallos de disco, y estaba seguro de que podría recobrar la mayor parte del archivo.
Resultó que dos utilidades diferentes para la recuperación de datos por fallo del Mac fueron incapaces de hallar rastro alguno de que mi archivo había existido alguna vez. Estaba completa y sistemáticamente borrado. Peinamos el disco duro bloque a bloque, y encontramos fragmentos disjuntos de incontables archivos antiguos, descartados y olvidados, pero nada de lo que yo quería. El trasquilón metafórico fue especialmente brutal ese día. Fue algo así como ver cómo la chica de la que llevas diez años enamorado se mata en un accidente de tráfico, y luego estar presente en su autopsia, para darte cuenta de que bajo la ropa y el maquillaje era sólo carne y hueso.
Debí de vagar por los pasillos de la Electric Communities en una especie de fuga jungiana primaria, porque en aquel momento sucedieron tres cosas extrañamente sincrónicas.
Así que cuando volví a casa empecé a enredar con Linux, que es una de las muchísimas distintas implementaciones concretas del ideal abstracto y platónico llamado Unix. No me apetecía cambiarme a un nuevo sistema operativo, porque mis tarjetas de crédito todavía echaban humo después de todo el dinero que me había gastado en hardware para el Mac en el curso de los años. Pero la gran virtud de Linux era, y es, que podía ejecutarse en exactamente el mismo tipo de hardware que el sistema operativo de Microsoft --es decir, el hardware más barato que existe--. Como para demostrar que esto era una gran idea, una o dos semanas después de volver a casa pude hacerme con un ordenador entonces bastante bueno (un 486 a 33Mhz) gratis, porque conocía a un tipo que trabajaba en una oficina en la que estaban tirándolos. Una vez llegué a casa, le quité la funda, metí las manos y empecé a cambiar las tarjetas. Si algo no funcionaba, iba a una tienda de ordenadores de segunda mano, buscaba en una cesta llena de componentes y compraba una nueva tarjeta por unos cuantos dólares.
La disponibilidad de todo este hardware barato pero efectivo fue una consecuencia involuntaria de decisiones que se habían tomado hacía más de una década en IBM y Microsoft. Cuando salió Windows y llevó la GUI a un mercado mucho más amplio, el régimen del hardware cambió: el precio de las tarjetas de vídeo en color y los monitores de alta resolución empezó a caer, y sigue cayendo. Este enfoque del hardware gratis-para-todos significó que Windows era inevitablemente torparrón comparado con MacOS. Pero la GUI llevó la informática a un público tan vasto que el volumen aumentó muchísimo y los precios se vinieron abajo. Mientras tanto Apple, que tanto deseaba un sistema operativo limpio e integrado, con el vídeo totalmente integrado en el hardware de procesamiento, había quedado muy por detrás en la cuota de mercado, en parte al menos porque su precioso hardware costaba tanto.
Pero el precio que tuvimos que pagar los dueños de un Mac por una estética y un diseño superiores no fue meramente financiero. Había un precio cultural también, debido al hecho de que no podíamos abrir el ordenador y enredar con él. Doug Barnes tenía razón. Apple, pese a su reputación de ser la opción de los hackers creativos y contestatarios, había creado de hecho una máquina que desalentaba el hackeo, mientras que Microsoft, considerada una perezosa tecnológica y una plagiaria, había creado un vasto bazar de componentes sin orden ni concierto: una sopa primordial que había acabado autoorganizándose en Linux.