EMPECÉ A USAR MICROSOFT WORD en cuanto sacaron la primera versión en torno a 1985. Tras algunos problemas iniciales descubrí que era mejor herramienta que MacWrite, que era su único competidor en aquel momento. Escribí un montón de cosas en versiones tempranas de Word, guardándolo todo en disquetes, y transferí los contenidos de todos mis disquetes a mi primer disco duro, que adquirí en torno a 1987. A medida que salían nuevas versiones de Word yo actualizaba fielmente, razonando que como escritor tenía sentido que me gastara una cierta cantidad de dinero en herramientas.
En algún momento, a mediados de los ochenta, traté de abrir uno de mis antiguos documentos Word que databa más o menos de 1985 usando la versión entonces vigente de Word: 6.0. No funcionó. Word 6.0 no reconocía un documento creado por una versión anterior de sí mismo. Abriéndolo como archivo de texto, pude recuperar las secuencias de letras que constituían el texto del documento. Mis palabras seguían allí. Pero el formato parecía pasado por un colador --las palabras que yo había escrito iban interrumpidas por cuadros rectangulares vacíos y basura.
Ahora bien, en el contexto de una empresa (el principal mercado de Word) este tipo de cosa sólo es una molestia --uno de los problemas rutinarios que comporta usar ordenadores--. Es fácil comprar programitas de conversión de archivos que se ocupan de este problemas. Pero si eres un escritor, cuyo oficio son las palabras, cuya identidad profesional es un corpus de documentos escritos, este tipo de cosa resulta extremadamente desasosegante. En mi tipo de trabajo hay muy pocos presupuestos establecidos, pero uno de ellos es que una vez escribes una palabra, queda escrita y no puede desescribirse. La tinta mancha el papel, el escoplo corta la piedra, el estilo marca la arcilla y algo ha sucedido irrevocablemente (mi cuñado es un teólogo que lee tablillas en cuneiforme de hace 3250 años --puede reconocer la escritura de algunos escribas individuales, e identificarlos por su nombre--). Pero el software de procesamiento de textos --particularmente el tipo que emplea formatos de archivo especiales y complejos-- tiene el sobrenatural poder de desescribir las cosas. Un pequeño cambio en los formatos de archivo, o unos pocos bits revueltos, y la producción literaria de meses o años puede dejar de existir.
Esto era técnicamente un fallo de la aplicación (Word 6.0 para Macintosh), no del sistema operativo (MacOS 7 punto algo), así que el blanco inicial de mi enfado fueron los responsables de Word. Por otro lado, yo podía haber elegido la opción guardar como texto en Word y haber guardado todos mis documentos como simples telegramas, y este problema no habría surgido. Por el contrario, me había dejado seducir por todas esas vistosas opciones de formateo que ni siquiera existían hasta que las GUIs aparecieron y las hicieron practicables. Había caído en el hábito de usarlas para que mis documentos tuvieran un bonito aspecto (tal vez más bonito del que merecían; todos esos viejos documentos en los disquetes resultaron ser más o menos una porquería). Ahora estaba pagando el precio de mi autoindulgencia. La tecnología había avanzado y hallado maneras de que mis documentos parecieran aún más bonitos, y la consecuencia de ello era que todos los viejos y feos documentos habían dejado de existir.
Era --si me disculpan una pequeña y extraña fantasía durante un momento-- como si hubiera ido a alojarme en un hotel exquisitamente diseñado, poniéndome en manos de los antiguos maestros de la interfaz sensorial, me hubiera sentado en mi habitación y hubiese escrito una historia con un bolígrafo en papel amarillo y, al volver de la cena, me hubiese encontrado con que la doncella se había llevado mi trabajo y en su lugar había dejado una pluma y una resma de pergamino --explicando que la habitación tenía mucho mejor aspecto así y era todo parte de una actualización rutinaria--. Pero escritas en aquellas hojas de papel, en impecable ortografía, habría largas secuencias de palabras escogidas al azar del diccionario. Espantoso, cierto, pero legalmente no podría demandar a la dirección, porque al alojarme en ese hotel había dado mi consentimiento para ello. Había entregado mis credenciales de morlock y me había convertido en un eloi.