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Lucha de clases en el escritorio

AHORA QUE YA HEMOS DEJADO CLARO el trasfondo, merece la pena revisar algunos hechos básicos: como cualquier compañía de accionariado público y con fines de lucro, Microsoft ha tomado prestado un montón de dinero de algunas personas (sus accionistas) para estar en el negocio del bit. Como ejecutivo de esa compañía, Bill Gates sólo tiene una responsabilidad, que es maximizar el rendimiento de las inversiones. Lo ha hecho increíblemente bien. Cualquier acción emprendida en el mundo por Microsoft --cualquier software que publiquen, por ejemplo-- es básicamente un epifenómeno que no puede comprenderse ni entenderse salvo en la medida en que reflejan el desempeño por parte de Bill Gates de su única responsabilidad.

De ello se sigue que si Microsoft vende mercancías que son estéticamente desagradables, o que no funcionan demasiado bien, no significa que sean (respectivamente) filisteos o medio tontos. Se debe a que la excelente dirección de Microsoft ha llegado a la conclusión de que pueden ganar más dinero para sus accionistas publicando productos con imperfecciones obvias y conocidas del que ganarían haciéndolos hermosos o libres de errores. Esto es irritante, pero (al final) no tan irritante como contemplar cómo Apple se autodestruye inexplicable e implacablemente. No resulta difícil encontrar en la Red una hostilidad hacia Microsoft que mezcla dos elementos: resentidos que sienten que Microsoft es demasiado poderosa y desdeñosos que creen que es chapucera. Esto recuerda mucho al periodo culminante del comunismo y del socialismo, cuando se odiaba a la burguesía desde ambos lados: los proletarios, porque la burguesía tenía todo el dinero, y los intelectuales, por su tendencia a gastárselo en adornos de jardín. Microsoft es la encarnación misma de la moderna prosperidad de alta tecnología --en una palabra, es burguesa-- y atrae los mismos odios de todos.

La pantalla inicial de Microsoft Word 6.0 lo resumía todo bastante bien: cuando arrancabas el programa, te mostraba la imagen de un bolígrafo caro encima de un par de folios de papel de escritura hecho a mano. Obviamente, era un intento por hacer que el software pareciera pijo, y puede que valiera para algunos, pero no para mí, porque era un bolígrafo, y yo soy hombre de pluma estilográfica. Si lo hubiera hecho Apple, habrían usado una pluma Mont Blanc, o quizás un pincel caligráfico chino. Dudo que esto fuera accidental. Hace poco estuve reinstalando Windows NT en uno de los ordenadores de mi casa, y tuve que hacer doble click en el icono del Panel de Control muchas veces. Por razones que resulta difícil comprender, este icono consiste en el dibujito de un martillo y un escoplo o un destornillador encima de una carpeta de archivos.

Estas meteduras de pata estéticas le dan a uno unas ganas casi incontrolables de reírse de Microsoft, pero, de nuevo, esa no es la cuestión: si Microsoft hubiese hecho pruebas con grupos-diana sobre posibles gráficos alternativos, probablemente habrían hallado que el oficinista medio asociaba las estilográficas con los amanerados ejecutivos de rango más alto, y estaba más cómodo con los bolígrafos. De igual forma, los tipos normales, los papás con entradas del mundo que posiblemente cargan con la responsabilidad de montar y configurar el ordenador en casa, probablemente prefieren el dibujito de un martillo (quizás al tiempo que albergan fantasías de usar un martillo de verdad con sus ordenadores).

Es el único modo en que consigo explicar cierto hechos curiosos acerca del actual mercado de sistemas operativos, tales como el que el noventa por ciento de todos los clientes sigan comprando monovolúmenes de la tienda de Microsoft mientras que uno se puede llevar los tanques gratuitos sin más, al otro lado de la calle.

A Bill Gates no le resultó difícil distribuir una sarta de unos y ceros, una vez se le ocurrió la idea. Lo duro era venderla: asegurarles a los clientes que de hecho estaban obteniendo algo a cambio de su dinero.

Cualquiera que haya comprado software en una tienda alguna vez habrá tenido curiosamente la desalentadora experiencia de llevarse la caja envuelta en plástico a casa, abrirla, encontrarse con que el 95% es aire, tirar todas las tarjetitas, propaganda y basura y meter el disco en el ordenador. El resultado final (después de haber perdido el disco) no es nada más que algunas imágenes en la pantalla del ordenador y algunas posibilidades de las que antes se carecía. A veces, ni siquiera eso --en vez de ello, uno se encuentra con una serie de mensajes de error--. Pero el dinero se ha ido definitivamente. Ahora casi estamos acostumbrados a esto pero hace veinte años era una proposición muy sospechosa. De todas formas, Bill Gates consiguió que funcionara. No hizo que funcionara vendiendo el mejor software ni ofreciendo el precio más barato. Pero de algún modo consiguió que la gente creyera que estaban recibiendo algo a cambio de su dinero.

Las calles de todas las ciudades del mundo están llenas de esos pesados, ruidosos monovolúmenes. Cualquiera que no tenga uno se siente un poco raro, y se pregunta, pese a sí mismo, si no será hora de dejar de resistirse y comprar uno; cualquiera que tenga uno se siente seguro de que ha adquirido una posesión significativa, incluso los días en que el vehículo está en el taller de reparación.

Todo esto es perfectamente congruente con la pertenencia a la burguesía, que es un estado tanto mental como material. Y explica por qué Microsoft se ve constantemente atacado en la Red desde ambos lados. Los que se siente pobres y oprimidos interpretan todo lo que hace Microsoft como parte de algún siniestro complot orwelliano. A los que les gusta considerarse usuarios inteligentes e informados, les desquicia lo chapucero que es Windows.

No hay nada que moleste más a las personas sofisticadas que ver cómo alguien que es lo bastante rico como para evitarlo es hortera --a menos que se den cuenta, un momento después, de que probablemente sabe que es hortera y sencillamente no le importa y va a seguir siendo hortera, y rico, y feliz, para siempre; Microsoft tiene la misma relación con la elite de Silicon Valley que la que mantenían los paletos de Beverly con su banquero, el señor Drysdale-- a quien no le irrita tanto el hecho de que los Clampetts se mudaran a su barrio como el saber que, cuando Jethro tenga setenta años, seguirá hablando como un palurdo y llevando petos, y seguirá siendo mucho más rico que el señor Drysdale.

Incluso el hardware que empleaba Windows, comparado con las máquinas que sacaba Apple, parecía cosa de palurdos, y en su mayor parte sigue pareciéndolo. La razón es que Apple era y es una compañía de hardware, mientras que Microsoft era y es una compañía de software. Apple tenía así el monopolio del hardware que ejecutaba MacOS, mientras que el hardware compatible con Windows venía del mercado libre. El mercado libre parece haber decidido que la gente no va a pagar por ordenadores elegantes; los fabricantes de hardware para PC que contratan a diseñadores para hacer que sus productos tengan un aire distintivo acaban vapuleados por fabricantes taiwaneses de clones metidos en cajas que parecen los ladrillos que uno se encontraría delante de una caravana. Pero Apple podía hacer su software todo lo bonito que quisiera y simplemente pasarle la factura a sus encantados consumidores, como yo. La semana pasada (escribo esta frase a principios de enero de 1999), las secciones de tecnología de todos los periódicos estaban llenas de reportajes aduladores sobre el lanzamiento por parte de Apple del iMac en varios colores nuevos, como arándano y mandarina.

Apple siempre ha insistido en tener el monopolio de su hardware, salvo durante un breve periodo a mediados de los noventa, cuando permitieron que los fabricantes de clones compitieran con ella, antes de acabar con su negocio. El hardware de Macintosh, en consecuencia, era caro. No lo abrías ni enredabas en él porque hacerlo anulaba la garantía. De hecho, el primer Mac estaba específicamente diseñado para resultar difícil de abrir: necesitabas un juego de herramientas exóticas, que podías comprar mediante pequeños anuncios que empezaron a aparecer en las páginas finales de las revistas unos pocos meses después de que saliera al mercado el Mac. Estos anuncios siempre tenían un cierto aire sórdido, como si anunciaran ganzúas en la contraportada de sensacionalistas revistas de detectives.

Esta política de monopolio puede explicarse al menos de tres maneras distintas.

La explicación caritativa es que la política de monopolio sobre el hardware reflejaba el deseo por parte de Apple de proporcionar una unión sin fallas de hardware, sistema operativo y software. Algo hay de esto. Ya resulta bastante difícil diseñar un sistema operativo que funcione bien en un hardware específico, diseñado y probado por ingenieros que trabajan al lado, en la misma compañía. Diseñar un sistema operativo que funcione en un hardware cualquiera, fabricado por hacedores de clones rabiosamente competitivos al otro lado de la Línea de Fecha Internacional, es muy difícil, y explica gran parte de los problemas que tiene la gente cuando usa Windows.

La explicación financiera es que Apple, a diferencia de Microsoft, es y siempre ha sido una compañía de hardware. Sencillamente depende de los ingresos de la venta de hardware, y no puede subsistir sin ellos.

La explicación no tan caritativa tiene que ver con la cultura corporativa de Apple, que tiene sus raíces en el baby boom del Área de la Bahía de San Francisco.

Dado que voy a hablar sobre cultura durante un rato, probablemente está bien que ponga las cartas sobre la mesa, para protegerme de las acusaciones de conflicto de intereses y falta de ética: 1) Geográficamente, soy de Seattle, de temperamento saturnino e inclinado a mirar con malos ojos la dionisíaca Área de la Bahía de San Francisco, igual que a ellos nosotros les molestamos y escandalizamos. 2) Cronológicamente, pertenezco a una generación posterior al baby boom. Al menos, así me siento, ya que nunca experimenté las partes divertidas y emocionantes del baby boom --sólo me pasé un montón de tiempo riéndome apropiadamente ante las irritantemente vacuas anécdotas de los pertenecientes al baby boom sobre lo puestos que iban en diversas ocasiones, y escuchando cortés sus aseveraciones de lo estupenda que era su música. Pero, incluso desde aquella distancia, resultaba posible extraer ciertos patrones, y uno que reaparecía tan regularmente como una leyenda urbana era el de alguien que se había mudado a una comuna de hippies con sandalias y signos de la paz para acabar descubriendo que, bajo aquella fachada, los tipos al mando eran de hecho obsesos del control; y que, dado que vivir en una comuna donde los ideales de la paz, el amor y la armonía se mantenían de boquilla les había privado de válvulas de escape normales y socialmente admitidas para su obsesión, tendía a salir de de otros modos, invariablemente más siniestros.

Dejaré aplicar esto al caso de Apple como ejercicio para el lector --un ejercicio no demasiado difícil.

Resulta un poco desconcertante, al principio, pensar en Apple como un obseso del control, porque contradice completamente su imagen corporativa. ¿No fueron estos los tipos que lanzaron los famosos anuncios durante la Super Bowl en los que ejecutivos trajeados, con los ojos vendados, saltaban como lemmings de un acantilado? ¿No es esta la compañía que ahora mismo saca anuncios con el Dalai Lama (salvo en Hong Kong) y Einstein y otros rebeldes alternativos?

Ciertamente es la misma compañía, y el hecho de que hayan implantado esta imagen de sí mismos como librepensadores creativos y rebeldes en la mente de tantos escépticos inteligentes y encallecidos por los medios, realmente hace que uno se pare a pensar. Da fe del insidioso poder de las campañas publicitarias costosas y tal vez, en cierta medida, de la facilidad de la gente para creer lo que quiere creer. También suscita la pregunta de por qué a Microsoft se le da tan mal las relaciones públicas, cuando la historia de Apple demuestra que, pasándoles gordos cheques a buenas agencias publicitarias, se puede implantar una imagen corporativa en la mente de personas inteligentes que difiere completamente de la realidad. (La respuesta, para aquéllos a los que no les gustan las espadas de Damocles, es que, ya que Microsoft se ha hecho con las mentes y los corazones de la silenciosa mayoría --la burguesía--, les importa un bledo tener una imagen elegante, igual que Richard Nixon. «Quiero creer» --el mantra que Fox Mulder tiene puesto en la pared de su despacho en los Expedientes X-- resulta aplicable de diferentes modos a estas dos compañías; los partidarios del Mac quieren creer en la imagen de Apple que transmiten estos anuncios, y en la noción de que los Macs son de algún modo fundamentalmente diferentes de otros ordenadores, mientras que los seguidores de Windows quieren creer que obtienen algo a cambio de su dinero, mediante una respetable transacción comercial).

En cualquier caso, en 1987 tanto MacOS como Windows ya estaban en el mercado, ejecutándose en plataformas de hardware que eran radicalmente diferentes entre sí, no sólo en el sentido de que MacOS usaba chips de CPU de Motorola, mientras que Windows usaba Intel, sino también en el sentido --entonces pasado por alto, pero a largo plazo mucho más significativo-- de que el negocio de hardware de Apple era un monopolio rígido y Windows era un abierto-a-todos.

Pero todas las ramificaciones de esto no estuvieron claras hasta muy recientemente --de hecho, aún están desplegándose, de modos notablemente extraños, como explicaré cuando lleguemos a Linux--. El resultado es que millones de personas se acostumbraron a usar interfaces gráficas de una forma u otra. Con ello hicieron que Apple/Microsoft ganaran un montón de dinero. La fortuna de muchas personas ha acabado por ir ligada a la capacidad de estas compañías de seguir vendiendo productos cuyo carácter vendible resulta muy cuestionable.


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2003-05-11